Persistir: Rodeo, vaquería y vaqueridad en el norte de Baja California

Por Josué Beltrán Cortéz

Resumen

Ser vaquero es tradición, cultura y persistencia, “de traerlo en la sangre” dicen ellos. Se es vaquero en la Baja California de forma natural, sin más discursos que simplemente ser, sin justificación de por medio, de una manera que ha sido definida por y en el tiempo: “aquí estamos, siempre lo hemos estado” coinciden sus narrativas.

Al contrario de ellos, las gentes de ciudad se celebran a partir de su existencia como mancha urbana dejando de lado su historia de larga duración. Se celebran con alta cultura, con discursos cuyas pretensiones son la legitimación ideológica. Fuerzan su discurso al contexto de la modernidad y lo contemporáneo.

¿Puede algo ser llamado auténtico o antiguo, en el entendido que todo es una construcción social?  Esto puede tener respuesta a través de la revisión de lo sociocultural desde el tiempo de larga duración observando su aspecto básico o “comunitario” para “dilucidar” su naturaleza. Es decir: identificar en el tiempo el carácter específico, los lazos sociales, las relaciones humanas, las formas de expresión y presentación construidas en el pasado (Hobsbawm, 2002). A esta definición añado espacios, lugares, situaciones y acontecimientos de convergencias de la memoria, sentimiento y emoción para sumar, a la larga duración, no solo la descripción, análisis o definición de lo auténtico, tradicional e identitario, sino lo patrimonial. En la Baja California, dentro de la larga duración, es el vaquero y su expresión contemporánea ante sus otros: el rodeo, lugar de convergencia de sus saberes, memorias y emociones.

 

Introducción

Ser vaquero es cuestión de tradición, cultura y persistencia. Cosa “de traerlo en la sangre” dicen ellos mismos. Se es vaquero en la Baja California sin más que simplemente ser, sin justificación de por medio, de maneras  y formas definidas por y en el tiempo: “aquí estamos, siempre lo hemos estado” coinciden sus narrativas.

Al contrario de ellos, los no-vaqueros, en particular los de ciudad, celebran su yo a partir de su existir como mancha urbana dejando de lado su historia de larga duración. Se celebran con alta cultura, con discursos cuyas pretensiones son la legitimación no histórica o identitaria, sino ideológica. Fuerzan su discurso al contexto de la modernidad y lo contemporáneo. El problema radica en el tipo de historias construidas para satisfacer ciertas necesidades de representación o para justificar o definir el aquí y ahora. Pienso que no nos hemos detenido a reflexionar integralmente ni de forma crítica sobre nuestro yo y sus expresiones patrimoniales.

Sin embargo: ¿puede algo ser llamado auténtico o antiguo, en el entendido que todo es una construcción social?  Esto puede tener respuesta a través de la reflexión histórica y de la revisión de lo sociocultural a través del tiempo de larga duración observando, desde la etnografía interpretativa, el aspecto básico o “comunitario” de lo auténtico para “dilucidar” su naturaleza en la larga duración. Es decir: identificar en el tiempo el carácter específico, los lazos sociales, las relaciones humanas y formas de expresión y presentación construidas en el pasado (Hobsbawm, 2002).

Lo anterior fue lo que me permitió, como historiador antes que etnógrafo, ver a los vaqueros. Me pregunté ¿qué es lo que nos define pensando en la larga duración, en lo que siempre ha estado ahí, con cambios mínimos o paulatinos a lo largo del tiempo, pero siempre ahí? ¿La ciudad? No: ésta es producto de un proceso reciente, moderno y contemporáneo para pensarse en términos de larga duración.

 

Persistir. Rodeo, vaquería y vaqueridad en el norte de la Baja California.

Esto me llevó a reflexionar en el proceso misional de la Baja California. La conquista de la península, a pesar de los matices que esto pueda tener, no pudo ser posible sin instaurar un régimen de misiones, de esos “pueblos de indios administrados en lo espiritual y en lo temporal[1] por el sacerdote” (del Río, 1984). Esta forma de autoridad, inaugurada por la Compañía de Jesús en 1697[2], terminó con la secularización: la fragmentación del pueblo misional en ranchos, cuya autoridad dependió, a partir de 1833 (Magaña, 2008) de los soldados de presidio o de misión que se encargaban de la seguridad del pueblo. Éstos, al heredar la vieja tierra misional en concesión, se convirtieron en rancheros y, a la postre, en ganaderos y vaqueros.

Este proceso fue común a casi toda la California, tanto a la Baja como a la Alta. Así, la ganadería y las formas de convivencia y culturales emanadas de ella encontraron desarrollo en estas tierras a partir de la instauración de las misiones. El soldado no se hizo vaquero a partir de su conversión a ranchero. Siempre lo fue. Auxiliado por los nativos, dirigía las faenas, explotaba las tierras, arreaba, campeaba, buscaba y abría caminos. La formalización del ser vaquero tuvo lugar con la creación de los ranchos a partir de la mencionada secularización misional.

De ahí venimos. Esas son las formas socioculturales e históricas de estas tierras. ¿Por qué no nos reconocemos como o a través de los vaqueros? ¿Por qué no los vemos? Una posible respuesta puede radicar en el enfrentamiento que, desde el advenimiento de la modernidad, han venido protagonizando las ciudades contra el campo: la urbanidad versus la ruralidad. “El progreso” contra “lo viejo”. Sin embargo los vaqueros siempre han estado aquí. Lo estarán a pesar de que los no-vaqueros, los de ciudad, decidan representarse o festejarse bajo formas artificiales o ahistóricas.

La ciudad no nos permite ver, integralmente, ese pasado. Un escenario para observar la vaquería, las formas tangibles del ser vaquero, nos lo brinda el rodeo: es la expresión que permite a este investigador acercarse a ésa forma de ser que si bien no ha sido desplazada por completo por la urbanidad, ha sido invisibilizada. Muchos tienen la noción de que el rodeo es un deporte estadounidense e ignoran que es mexicano, se practica en México y lo tenemos en nuestra región. En la práctica, cada fin de semana hay rodeo no solo bajo sus formas profesionales –las cuales rige la Asociación Estatal de Rodeo, AERBC por sus siglas- sino bajo la forma “abierta”: ese rodeo que se practica en el campo, al interior de las comunidades rurales, en los ranchos, en condiciones rústicas, “vaqueronas” dicen los del campo.

El rodeo, además de visibilizar a los vaqueros, es cualificado no solo como deporte o show, sino como una forma de vida que resiste el embate de la ciudad. Patrimonio, porque es una forma de presentarse, la última quizá, ante aquellos que no pertenecen a ese mundo. Debo decir que una cosa es la que se aprecia desde las gradas y otra, la que se alcanza al estar entre ellos, detrás de cajones, conviviendo, platicando, compartiendo. El rodeo dice que el vaquero sigue vivo, que no es solo una moda o una expresión derivada de la mercadotecnia y el cine producido en el país vecino al norte. No: son nuestras raíces y una expresión y espacio en dónde los vaqueros ponen en juego el conjunto de saberes que los hace eso, vaqueros. Ahí su patromonialidad.

Entre los jinetes, barrileras y payasos de rodeo he encontrado apellidos añejos como las misiones mismas: Gilbert, Crosthwaite, Arce; Orozco, García, Valladolid y Boltares también. Estos últimos no se remiten a las misiones, pero si a los primeros pobladores en reclamar tierras tras los soldados. Entre los lazadores, pioneros de la tierra como los Meling o los González; entre los animadores, apellidos representativos de las primeras grandes oleadas migratorias, cuando esta tierra empezó a abrirse a otros como los Hong, hoy León. Entre los ganaderos, criollos y mestizos de ascendencia militar como los Meléndrez y, un caso en sumo significativo, nativos, indios Kumiai como los Silva y sus arrieros, Domínguez o Espinoza.

Mientras la ciudad celebra con música clásica, ópera y pastel, la ruralidad se celebra con fiestas patronales: misa de medianoche cada octubre, por ejemplo, en San Francisco de Borja de Adac contextualizada por el infaltable baile norteño… y acciones de rodeo donde confluyen las gentes del desierto central, de lugares como El Rosario, Ejido Rosarito (no Playas de Rosarito), Punta Prieta, Bahía de Los Ángeles, La Miseria o Guerrero Negro. Llegan a caballo, muchos, a reunirse en la antigua misión para celebrar su ser vaquero: Espinoza, Díaz, Luna, Gaxiola, González y Calderón aunque son muchos más los que llegan a la misión y al rodeo para festejarse a sí mismos, a su tierra, su historia. Cosa nada simple pues el escenario es una nada polvorienta, seca, desértica donde todo es difícil de llevar, donde incluso el tiempo transcurre de formas muy distintas a las de la ciudad. Misa, baile norteño y rodeo… lo popular, el folklore construido a través de los años y no la artificialidad o unilateralidad de la alta cultura para la ciudad.

Ahí también el poblado de La Misión: su nombre lo debe a la misión dominica de San Miguel Arcángel de La Frontera fundada por Luis Sales en 1787. Entre este punto y la misión de “El Descanso” o “San Miguel La Nueva”, fundada en 1817 por Tomás de Ahumada, fue establecida la frontera entre la Antigua o Baja California y la Nueva o Alta California. Así se originó “La Frontera” o “La Región de Fronteras”, donde el historiador Magaña dice que se desarrollaron las “identidades históricas” del norte de la Baja California (2009). Simbólico es que la arena de rodeo, establecida a la falda de la colina donde estuvo San Miguel Arcángel, sea el punto donde los vaqueros muestran a sus otros la síntesis de su cotidianidad y los resabios de su cultura. La arena no es solo un espacio de competencia, sino el último vehículo para decir aquí estamos, aquí seguimos y así somos.

La loma de La Misión domina un valle que fue en realidad el cauce del arroyo que hizo posible la vida primero en la misión y después en el poblado, el cual sigue ahí junto a descendientes de la época misional o de los primeros tiempos del poblado actual y que se celebran con rodeo: Crosthwaithe, Moreno, Lara, Villavicencio, Valdiviezo, González, Loperena. Sus fiestas no son patronales, pero sí de fundación: mayo 28 y 29 celebran el reclamo y compra de tierras que hizo Felipe Crosthwaite, del cual se desprende el poblado actual, hacia 1862.

La noche del sábado 28 se reunieron los vaqueros del poblado y sus alrededores  en una gran fogata que prenden cuatro o cinco jinetes sobre los lomos de sus propios caballos. Arrojan antorchas a la pira de madera: se prende un fuego monumental. Alrededor de él, los vaqueros conviven como solo ellos saben hacerlo: bebiendo y comiendo pero, sobre todo, platicando y bailando. La comunicación verbal es fundamental. Todo el tiempo trabajan, pero también platican. Muchos de sus saberes se adivinan, contrastan, comparan y perpetúan a través del habla pero un habla no necesariamente formal, sino esa forma de expresarla conocida en este norte como “carrilla”.

Al siguiente día tomaron los Vaqueros de La Misión sus caballos para exhibir sus destrezas en una cabalgata corta, desde la playa, para mostrarle a aquellos que los observan cómo llegaron ahí y cuál ha sido su herramienta predilecta de trabajo. No hay vaquero en La Misión que no sepa montar a caballo, que no sepa lazar, que no sepa marcar, domar. Como ha dicho Villagardo Moreno o Macario Villavicencio: “cada vaquero tiene su especialidad, lo que lo distingue frente a los otros” pero todos deben tener la noción de cómo trabajar el ganado y el campo, pues no saben en qué momento pueden ser llamados para ello. Este saber es el que exhiben, también durante la fiesta, en el rodeo: los jinetes, para celebrar su fundación, montan toros y caballos; lazan y amarran becerros; los niños amarran y montan borregos y las mujeres, en la arena, muestran sus destrezas a través de la carrera llamada de barriles.

A la par, en la loma donde está la escuela primaria y donde descansan los últimos restos de la antigua estructura de la misión, hay exhibición de ópera, música clásica y danzas como el “calabaceado”. Sin embargo, el grueso de la gente está en la falda de la loma o abajo, en las gradas, viendo y conviviendo alrededor del ruedo: reconociéndose y reivindicándose como vaqueros.

No todos los vaqueros participan visiblemente en el rodeo: la atención se centra en los jinetes, lazadores, amarradores y barrileras pero entre el público hay también de esos vaqueros llamados completos que por su edad o porque así lo deciden no llevan sus destrezas al ruedo, pero participan de lleno en la organización de este festejo. Un ejemplo de esto son los pick ups: aquellos hombres, como Óscar González, Jaime Crosthwaite o “El Chapo” Loperena, que sobre los lomos de los caballos están atentos ante las eventualidades que puedan surgir a causa de un toro bravo, suelto, que no pueden controlar los payasos de rodeo, otra de la figura incomprendida del todo en este ritual. Los pick-ups van y ayudan a desmontar al jinete de caballo o yegua bronca ensillada con pretal; van y auxilian a la barrilera si ésta lo precisa. Muestran, pues, lo que a diario hacen en el monte, “en el rancho”, como llaman genéricamente a su espacio de trabajo.

El poblado de La Misión es un vestigio vivo, una persistencia de lo que es la identidad histórica de la Baja California… aunque sus actores sociales, sus vaqueros, dicen que “esto ya se está acabando. Antes veías las faldas de los cerros blancos de tanta oveja” repite Macario; “…dos, dos mil y tantas que hubo en un tiempo” comenta Villagardo en referencia a las cabezas de ganado que hubo, en épocas mejores, en el poblado. Persisten, sin embargo, en esto, en ser vaqueros. Ya se emplean en algún rancho que está pasando por una época de recuperación, como “La Pila”, hoy “Rancho Harryman” gracias a los esfuerzos de Marty Harryman o suman trabajos entre una parcela y otra, un rancho y otro, de arrieros con este o aquél ganadero de la región, como el Isidro Silva (q.e.p.d.) y su ganadería “Cuernos Gachos”.

“Cuernos Gachos”, fundada por Isidro “El Chilo” o “El Ruco” Silva y, tras su muerte, manejada por sus hijos, en especial Joice “El Chanate”, ha significado una fuente de trabajo para vaqueros como Israel “El Toto” o “El Cayuli” González, joven vaquero, completo, de La Misión. Hoy, “El Cayuli” trabaja con Harryman, pero ha sido arriero de Silva. Muestra sin desperdicio, a la hora de trabajar, su destreza para manejar el ganado. Por algo Silva le confió ciertos aspectos de la organización del rodeo de las fiestas de San Borja. En casa, en La Misión, es presidente del Club de Vaqueros y, junto a Jorge Valdiviezo, presidente del Grupo de Vaqueros, dirige lo que en la arena sucede. Es uno de los tres mejores jinetes del Circuito Estatal de Rodeo y es representante de los que montan toro ante la AERBC.

“Cuernos Gachos” es un caso que despeja mucho sobre el ser vaquero en sus dimensiones de vaquería como de vaqueridad o el aspecto intangible del ser vaquero: ellos, los fundadores de la ganadería y la mayoría de sus trabajadores, son nativos, paisanos de la etnia Kumiai. Esto significa que los indios, tras su convivencia y convergencia histórica con los soldados de presidio y sus descendientes así como con inmigrantes rusos, los  molokanos que introdujeron el vino, en su versión industrializada, al Valle de Guadalupe –sede de “Cuernos Gachos”- decidieron, en el tiempo y a través de él, ser y presentarse como vaqueros. Los arrieros de Silva, incluso, forman un equipo de rodeo: “Cuernos Gachos Rodeo Team”. Montan y lazan: ponen en juego en el rodeo las expresiones esenciales de un vaquero.

Otra forma de visibilización de la vaquería son las cabalgatas. Junto a las gentes de las cercanías de San Borja y La Misión, los de la ciudad de Rosarito se celebran como vaqueros a lomo de caballo, con la “Cabalgata de Las Fronteras”. Se dan cita en la “cruz de Palau” localizada en las inmediaciones del poblado de Primo Tapia y la antigua misión de “El Descanso”, donde dice la crónica que el fraile dominico Francisco Palau definió, en 1773, la línea imaginaria entre las dos Californias tras la firma del concordato entre su orden, los  dominicos, y los franciscanos, documento a través del cual quedaron estipuladas sus jurisdicciones en la Baja y en la Alta California. Más tarde, en 1787, Luis de Sales fundó, dije líneas antes, San Miguel Arcángel de La Frontera, actual poblado de La Misión, en Ensenada. Entre San Miguel y San Diego de Alcalá, misión franciscana fundada en 1769 por fray Junípero Serra antes del concordato y de la división de las Californias, tenemos la tierra de Fronteras o “Las Fronteras”. De ahí el nombre de la cabalgata.

Entre estas misiones eran administradas, antes de la secularización, las rancherías que conforman los municipios de Rosarito y Tijuana principalmente. El discurso de ésta ciudad dice que fue fundada en 1889… pero la concesión de la tierra fue otorgada a Santiago Argüello Moraga, Alférez del presidio de San Diego de Alcalá, un 4 de marzo de 1829. El motivo de la concesión de tierras: pasto para su ganado. Tijuana, pues, en sus inicios, fue ganadera y eso indica la presencia y desarrollo, en el tiempo, de vaqueros. Decidieron la fundación de la ciudad a partir de un plano diseñado por un ingeniero de nombre Ricardo Orozco, ante la urgencia de vender las tierras de la porción norte del rancho Tijuana para resolver un conflicto familiar: Santiago Argüello murió sin testamento en 1862 y sus descendientes lucharon contra los gobiernos y entre ellos mismos por conservar la tierra. Así, la fraccionaron a través de un plano donde se diseñó una ciudad para terminar con sus problemas de sucesión y las amenazas de despojo.

Sin embargo, el proceso obedece a una disputa familiar, no a un proceso social. Es decir: la fecha de fundación es un acto artificial. Ello se puede observar en las fiestas de la fundación de ésta ciudad: se exhiben rasgos culturales que no son propios, que no nos representan salvo a aquellos que son capaces de apreciar alta cultura. No hay elementos populares ni representativos de los procesos socioculturales e históricos de la Baja California. Una parte de la fiesta es dedicada a repetir un discurso legitimador, ideológico, que no tuviera razón de ser si eso llamado identidad en verdad existiera.

Al contrario, los vaqueros, las gentes de campo, no necesitan justificarse: simplemente son, como dio fe la XXVIII Cabalgata de Las Fronteras: celebran con ella no solo el establecimiento de la frontera misional, sino el origen de sus tierras, de Rosarito en este caso. Los de ésa ciudad se saben frontereños y vaqueros. Aceptan y definen su fundación cuando José Manuel Machado reclamó y le concedieron el rancho Guacatay en 1827, dos años antes de la concesión a Argüello.

Los vaqueros se reunieron desde la noche anterior en el poblado de Primo Tapia, en el rancho de Palomo Gilbert para, en la mañana del domingo, acudir a la santa misa oficiada para conmemorar la fundación de Las Fronteras. Tras recibir los sacramentos, iniciaron una cabalgata de cinco horas por los antiguos ranchos, cañadas, cerros y veredas para ser recibidos con júbilo en el rancho “San Patricio”, último fragmento del antiguo “Rancho Guacatay” otorgado a Machado, ubicado en el actual cañón Rosarito, de dónde se desprende la ciudad que hoy lleva ese nombre y cuyo fundo perteneció, hasta 1995, a la ciudad de Tijuana.

Vaqueros de Rosarito, como Ana Gutiérrez y Walterio Campbell, dicen que “hacen esto porque son vaqueros, por gusto, por familia, por tradición”. El atuendo, vaquero; sus formas de caminar, de cabalgar, de hablar, vaqueras: francas, directas, sin tapujos, sin tempor a la censura moral, otra expresión de la modernidad.

Si bien el caballo es un símbolo señorial, no discriminan a los que saben no son sus iguales. Celebraron a los de a caballo y éstos compartieron por igual con aquellos que no lo son, con los que llegaron a bordo de vehículos motores o a pie.  Los aceptan, abrazan, comen, fuman y beben con ellos. No hay discursos segregacionistas como los que encuentro en la ciudad. La etnografía da cuenta de ello.

Dice Walterio, con un dejo mezcla de nostalgia y amargura que “esto se está acabando. Ya no es lo mismo. Voy al monte a pasear, a sentir el frío o el calor, la lluvia y la nieve por gusto. ¿Cazar o atrapar animales? Ya no hay. Se los están acabando. Queda el gusto, el puro gusto y el recuerdo… no sé qué va a pasar con todo esto”.

Toda tradición se construye y cambia en el tiempo aunque algunas son antiguas y otras recientes. La identidad, el ser, el yo se adapta a las nuevas circunstancias históricas (Hobsbawm, 2002). ¿Perderse? No: la reproducción social garantiza la pervivencia de éstas. La vaquería y la vaqueridad siguen siendo reproducida por las familias que las practican. Si bien el campo, como nos dice la evidencia de los paisajes de la Baja California, se va a perder algún día, quedará el rodeo y la cabalgata. Persistirá en el tiempo de larga duración pues en él se ha desarrollado y adaptado. Se expresará ante los otros bajo formas patrimoniales o de patrimonialidad.

[1] Con esto, Ignacio del Río define el aspecto terrenal de la autoridad del misionero jesuita: no solo, pues, se encargaba de los sacramentos propios de la religión católica, sino de fungir como representante de la autoridad española: el misionero era el encargado de la impartición de la justicia entre indios y soldados.

[2] Año de la fundación de la primera misión jesuita en la California: Nuestra Señora de Loreto de Conchó. Los jesuitas fueron expulsados por decreto Real en 1768. Sin embargo, la labor misional, por haberse instituido como efectiva, continuó bajo las formas de las órdenes religiosas de San Francisco y Santo Domingo, entre las cuales, en 1773, se repartieron la provincia y separándola como “Antigua o Baja California” y “Alta o Nueva California”.

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